Estaba vestido de corto, con mis zapatillas preferidas, a las que un día bautice como “las goleadoras”, llevaba mi camiseta del Alianza Lima (arriba Alianza carajo!!) sin número en la espalda, en reclamo por no tener figuras extraordinarias en estas épocas, con una venda en la rodilla izquierda para proteger una antigua lesión de la adolescencia. Entraba yo a la cancha, es decir, a la pista de nuestra calle, para jugar con los amigos de siempre, el loco Cristian, el loco Oscar (ambos hermanos), el chato Cesar, David (“la Pachi” para los amigos), el cabezón Milton, David el mostro, Gustavito, Benito, Saúl, el gordo Pancho y el cholito Alex.
Buscamos dos piedras para que nos sirva de arco, elegimos la apuesta y ponemos las reglas de juego:
· Los goles debían ser a ras del piso, nada de rebotes ni agarrar con la mano, pues no habían arqueros.
· Las veredas no juegan, eso era para los “chacreros” (así le decíamos a los cavernícolas del futbol)
· Si se rompe el vidrio de la ventana de algún vecino, entre todos juntábamos el dinero para pagarla.
· Si alguna vecina cascarrabias se pone a echar agua sobre la pista para echarnos, eso no interferiría en el juego, el partido debía continuar cuando la vecina cascarrabias regrese a su cama.
· Si en pleno juego pasaba una vecina mayor, se debía detener el juego y ayudarla a llevar sus bolsas, si es que llegaba de hacer las compras del mercado.
· Si en pleno juego pasaba una mujer de figura coqueta, el balón debía detenerse y empezaba una competencia de haber quien decía el piropo más ocurrente (recuerdo que una vez gane yo cuando dije: “oye muchacha, yo por ti sería capaz… hasta de trabajar”).
· Si el balón caía al techo de alguna casa, el que viva más cerca de ahí, debía ir a recogerlo con un palo, en caso que nadie viva cerca, el más agilito del grupo debía ser lanzado al techo para que pueda bajar el balón. Esta regla del mas ágil, se impuso después que una vez enviamos al gordo Pancho al techo de una vecina y este lo destrozo al caer sobre la sala, con las patas arriba y abrazado al televisor.
· El partido no terminaba hasta que terminara, nadie podía irse en pleno juego, llame quien lo llame, se tenía que respetar nuestra condición de machos en manada, aquí solo éramos nosotros y el balón, como en la selva o la guerra, no existía nada más.
Vestido como deportista sin siquiera serlo, me encontraba con los chicos de toda la vida, disputando la apuesta, que sería unas bebidas, que a la larga, tendríamos que compartir entre todos. Discutiendo sobre si la última jugada pudo ser gol, sobre la caída que fue más graciosa, si alguien sabia donde vive la chica de caderas anchas a quien piropeamos. Éramos unos tipos rudos y locos, ocurrentes cuando había que soltar las bromas y elegir a la “lorna” del grupo, crueles y desalmados cuando había que burlarse del otro. Y al final de todo, pactando la revancha que sería aun más disputada. Que viva el futbol señores!!
Buscamos dos piedras para que nos sirva de arco, elegimos la apuesta y ponemos las reglas de juego:
· Los goles debían ser a ras del piso, nada de rebotes ni agarrar con la mano, pues no habían arqueros.
· Las veredas no juegan, eso era para los “chacreros” (así le decíamos a los cavernícolas del futbol)
· Si se rompe el vidrio de la ventana de algún vecino, entre todos juntábamos el dinero para pagarla.
· Si alguna vecina cascarrabias se pone a echar agua sobre la pista para echarnos, eso no interferiría en el juego, el partido debía continuar cuando la vecina cascarrabias regrese a su cama.
· Si en pleno juego pasaba una vecina mayor, se debía detener el juego y ayudarla a llevar sus bolsas, si es que llegaba de hacer las compras del mercado.
· Si en pleno juego pasaba una mujer de figura coqueta, el balón debía detenerse y empezaba una competencia de haber quien decía el piropo más ocurrente (recuerdo que una vez gane yo cuando dije: “oye muchacha, yo por ti sería capaz… hasta de trabajar”).
· Si el balón caía al techo de alguna casa, el que viva más cerca de ahí, debía ir a recogerlo con un palo, en caso que nadie viva cerca, el más agilito del grupo debía ser lanzado al techo para que pueda bajar el balón. Esta regla del mas ágil, se impuso después que una vez enviamos al gordo Pancho al techo de una vecina y este lo destrozo al caer sobre la sala, con las patas arriba y abrazado al televisor.
· El partido no terminaba hasta que terminara, nadie podía irse en pleno juego, llame quien lo llame, se tenía que respetar nuestra condición de machos en manada, aquí solo éramos nosotros y el balón, como en la selva o la guerra, no existía nada más.
Vestido como deportista sin siquiera serlo, me encontraba con los chicos de toda la vida, disputando la apuesta, que sería unas bebidas, que a la larga, tendríamos que compartir entre todos. Discutiendo sobre si la última jugada pudo ser gol, sobre la caída que fue más graciosa, si alguien sabia donde vive la chica de caderas anchas a quien piropeamos. Éramos unos tipos rudos y locos, ocurrentes cuando había que soltar las bromas y elegir a la “lorna” del grupo, crueles y desalmados cuando había que burlarse del otro. Y al final de todo, pactando la revancha que sería aun más disputada. Que viva el futbol señores!!
1 comentario:
1. lo q ustedes juegan es fulbito no futbol.
2. a quien mierda se le ocurrio mandar al techo a un gordo?
3. si ese piropo q dijiste gano ¡matate!
4. para mi lo q querian era un pretexto pa estar sudados y bañarse juntos jajajajaja.
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