Y llego el día mas importante, el motivo por lo cual todo estábamos aquí, bajo el cielo maravilloso de Cuzco, era el momento por el cual todo mortal desea vivir: estar frente a una maravilla del mundo como Machu Picchu. Yo era el más feliz de todos, pero no por estar a punto de conocer este lugar, sino porque la noche anterior, mi tangamandapiana y yo tuvimos un cuerpo a cuerpo fenomenal, fue una lucha sin cuartel y sin tregua, bajo las sabanas de aquel hotel en Aguascalientes, nos dimos lo mejor que teníamos guardado, sacamos nuestras mejores armas y llegamos a caer rendidos ante los pies de Morfeo.
Eran las siete de la mañana y subimos al tren que nos llevaría a las ruinas incaicas, fue un viaje muy largo, como haciendo que la espera sea más inquietante, pero después de muchos paisajes hermosos, varias miradas procaces con mi tangamandapiana, gritos de turistas locos que soltaban carcajadas a diestra y siniestra (vaya a saber dios porque motivo tan ridículo) y quejas mías sobre lo incomodo que son los asientos de ese tren tan caro para los peruanos, al fin llegamos a la parada final, a lo lejos había un letrero muy grande que decía: “Bienvenidos a Machu Picchu”.
Nos recibió un guía llamado Jorge, pero todos lo llamaban “gato viejo”, eso es lo que más disfruto de mi país, nunca nos llamamos por nuestro nombre, nuestros padres se la pasan nueve meses enteros queriéndonos buscar el nombre perfecto, para que al final nos llamen dependiendo de la forma nuestra nariz, cejas, ojos o algún defecto prominente. Pero en fin, siguiendo con mi travesía, el guía nos dio las indicaciones pertinentes, nos dijo la ruta que debemos seguir, avisando que habiendo personas mayores presente, haría lo posible porque la caminata no sea muy dura.
Aquí viene lo peor del asunto, fuimos subiendo tan alto que mis piernas empezaron a flaquearse, comencé a sentir los efectos de la altura, estábamos a más de tres mil metros sobre el nivel del mar y mi corazón parecía estar a punto de reventar. Recordé que hace unos días me había visto al espejo, mirando toda mi humanidad supe que no iba a llegar en mi mejor forma a Cuzco, maldije la comida chatarra que había devorado en todo el año, las siestas después de comer, las noches de insomnio y alcohol en casa de mi buen amigo Osquítar, maldije todo lo que pudo haber contribuido a que yo tenga ese cuerpo adiposo, blando, carente de todo musculo que pueda resistir tamaña aventura en los andes. A todo eso, había que agregar que la noche anterior lo había dejado todo con mi tangamandapiana (o lo poco que me quedaba), entonces no se podía esperar mucho de mí al día siguiente.
Pero ya estábamos en Machu Picchu, las ruinas mas asombrosas de Sudamérica, así que lo menos que podía hacer, es no dejar un lobito muerto en sus faldas. Eche un último aliento, lo juro por dios, apreté los dientes, sacudí las piernas y retome el camino junto a todo mi grupo hasta llegar a la meta final, por fin había llegado al punto principal de las ruinas, donde el guía muy bien llamado “gato viejo” dio por terminado el tour, oyendo esto, todo mi cuerpo de desplomo en el pasto verde, sentí que me desmayaba, mis ojos se estaban nublando, pero lo poco que podía ver fue una total humillación para mí. Estos ojitos que un día se han de comer los gusanos, vieron como paso caminando muy cerca mío, una mexicana de sesenta y cinco años (quizas la misma de Ica y Arequipa) con una mochila más grande que la que yo tenía en la espalda, llena de energía, alegría y vitalidad, todo aquello que me hacía falta ese día. Aquella tarde quise dejar el alcohol y el buen comer apenas llegase a Lima, pero sacando la calculadora, poniendo las cosas en una balanza, opte por el camino más simple… mejor ya no ir a lugares tan altos.
Eran las siete de la mañana y subimos al tren que nos llevaría a las ruinas incaicas, fue un viaje muy largo, como haciendo que la espera sea más inquietante, pero después de muchos paisajes hermosos, varias miradas procaces con mi tangamandapiana, gritos de turistas locos que soltaban carcajadas a diestra y siniestra (vaya a saber dios porque motivo tan ridículo) y quejas mías sobre lo incomodo que son los asientos de ese tren tan caro para los peruanos, al fin llegamos a la parada final, a lo lejos había un letrero muy grande que decía: “Bienvenidos a Machu Picchu”.
Nos recibió un guía llamado Jorge, pero todos lo llamaban “gato viejo”, eso es lo que más disfruto de mi país, nunca nos llamamos por nuestro nombre, nuestros padres se la pasan nueve meses enteros queriéndonos buscar el nombre perfecto, para que al final nos llamen dependiendo de la forma nuestra nariz, cejas, ojos o algún defecto prominente. Pero en fin, siguiendo con mi travesía, el guía nos dio las indicaciones pertinentes, nos dijo la ruta que debemos seguir, avisando que habiendo personas mayores presente, haría lo posible porque la caminata no sea muy dura.
Aquí viene lo peor del asunto, fuimos subiendo tan alto que mis piernas empezaron a flaquearse, comencé a sentir los efectos de la altura, estábamos a más de tres mil metros sobre el nivel del mar y mi corazón parecía estar a punto de reventar. Recordé que hace unos días me había visto al espejo, mirando toda mi humanidad supe que no iba a llegar en mi mejor forma a Cuzco, maldije la comida chatarra que había devorado en todo el año, las siestas después de comer, las noches de insomnio y alcohol en casa de mi buen amigo Osquítar, maldije todo lo que pudo haber contribuido a que yo tenga ese cuerpo adiposo, blando, carente de todo musculo que pueda resistir tamaña aventura en los andes. A todo eso, había que agregar que la noche anterior lo había dejado todo con mi tangamandapiana (o lo poco que me quedaba), entonces no se podía esperar mucho de mí al día siguiente.
Pero ya estábamos en Machu Picchu, las ruinas mas asombrosas de Sudamérica, así que lo menos que podía hacer, es no dejar un lobito muerto en sus faldas. Eche un último aliento, lo juro por dios, apreté los dientes, sacudí las piernas y retome el camino junto a todo mi grupo hasta llegar a la meta final, por fin había llegado al punto principal de las ruinas, donde el guía muy bien llamado “gato viejo” dio por terminado el tour, oyendo esto, todo mi cuerpo de desplomo en el pasto verde, sentí que me desmayaba, mis ojos se estaban nublando, pero lo poco que podía ver fue una total humillación para mí. Estos ojitos que un día se han de comer los gusanos, vieron como paso caminando muy cerca mío, una mexicana de sesenta y cinco años (quizas la misma de Ica y Arequipa) con una mochila más grande que la que yo tenía en la espalda, llena de energía, alegría y vitalidad, todo aquello que me hacía falta ese día. Aquella tarde quise dejar el alcohol y el buen comer apenas llegase a Lima, pero sacando la calculadora, poniendo las cosas en una balanza, opte por el camino más simple… mejor ya no ir a lugares tan altos.
1 comentario:
JAJAJAJA, LA VIEJA TE HA SEGUIDO, JAJAJAJA ES TU MALDICION, QUE TRISTE REALMENTE QUE UNA VIEJTA TENGA MAS FISICO QUE TU JAJAJAJA.
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